El trayecto tocaba a su fin y, ante la alarma de Gloria, abandonaron la carretera y tomaron una pista que zigzagueaba por el interior de un bosquecillo de encinas salpicado de abigarrados palmitos y cipreses que escapaban hacia el infinito, retenidos únicamente por sus raíces.
—Mateo ¿nos hemos perdido?
Él sonrió sin mirarla, y negó con la cabeza. La senda acababa bruscamente frente a una casa pequeña y muy blanca, recién encalada. La rodearon hasta llegar a la parte delantera, ocupada enteramente por una frondosa parra y una higuera que daba una sombra densa, casi sólida. La casa estaba flanqueada por chopos y eucaliptos que competían en altura en su búsqueda de luz y cuyas hojas, al ser mecidas por el viento, cantaban con voz de agua, como un arroyo. Unos metros más allá el terreno acababa convertido, de repente, en mar. Abajo se veía una pequeña playa de guijarros y al otro lado de la cala, sembrada de barcas fondeadas, un pequeño caserío de pescadores.
Encontró la llave donde le habían indicado, abrió el portón y entró al interior fresco y umbrío. Gloria se había quedado afuera, incrédula.
—Esto será una broma ¿no?—le gritó, nerviosa— No nos iremos a quedar aquí, Mateo; esto es el culo del mundo.
—Puede que sí, si bien es el culo del mundo más bonito que he visto jamás—dijo él desde dentro, mientras recorría la casa— ¿te vas a quedar ahí?
© del texto JAVIER VALLS BORJA
invierno1999